Era un edificio alto, bonito, con tres ascensores, cerca del centro..
No tenía escaleras. En la era de la comodidad, se decretaron absurdas y el arquitecto decidió suprimirlas, para ahorrar costos y poder poner así una piscina en la azotea.
Pero la gente se tomaba las advertencias demasiado en serio, y cada veinte minutos alguien saltaba por el pasillo distribuidor de alguno de los pisos para quedar dispersado en el asfalto, decorando el suelo gris de rojos, amarillos y marrones. Intentaban evitar quedar atrapados entre los escombros, y como tantas veces, el remedio resultó ser peor que la enfermedad.
Los que no conocían el edificio, se extrañaban de lo rápido que se alquilaban y desocupaban los departamentos, pero aún y así todos los que podían se iban a vivir allá, porque era barato, soleado y bien comunicado.
Las autoridades decidieron que el tren dejara de pasar por ese lugar cada 20 minutos; la gente dejó de confundir el traqueteo subterráneo con sismos fantasmas, y los ascensores volvieron a funcionar.
Por otro lado, el arquitecto fue condenado a vivir para siempre en un Ikea del extrarradio, donde perdió la poca razón que le quedaba y se encerró en un Leksvik-mörrum hasta el fin de sus días.
Y el hombre que hacía advertencias para los ascensores decidió seguir limitándose al "impidan que los niños viajen solos", aunque la primera sílaba estuviera destinada a morir prematuramente dando lugar a una supuestamente hilarante súplica de dejar a los menores de edad solos en el ascensor.